UN SER, UN IDEAL, UNA LENGUA

       

          Un ser, un ideal, una lengua

 

Andalucía es un ser milenario que actualmente se difumina entre amores patrios, complicados europeismos, progresistas globalizaciones, sórdi­dos enroques, mezquinos intereses y miserables enfrentamientos. Una nación sin Estado… Sin Estado, sin historia, sin economía, sin lengua, sin cultura, sin folclore, sin desarrollo…, sin pasado y sin presente.

 

La conquista de al-Andalus por los territorios norteños de la península Ibérica, culminada en enero de 1492 por los Reyes Católicos, ha hecho posible que las características connaturales y la idiosincrasia del pueblo andaluz, mantenidas hasta entonces a pesar de los avatares de la historia, se diluyan, lentamente pero de forma inexorable, dentro de las peculiaridades, reales o inventadas, que se han creado en una amalgama incongruente para definir a un Estado amplio y poderoso llamado España.

 

La potencia y la fuerza de nuestras señas de identidad provocan que los nuevos amos del territorio la asuman como propias del recién creado Estado. Por lo que Andalucía y lo andaluz desaparecen y se integran en España y lo español. Esta circunstancia ha marcado con el tiempo el devenir, económico, social, político y cultural, de nuestra nación, disolviéndose su identidad y sus peculiaridades como pueblo. Ni la historia, ni la cultura, ni el folclore, ni la gas­tronomía…, nada es andaluz. Y si el pueblo aún mantiene vivo algún resto de conciencia propia, se le niega, se denigra y se ridiculiza.

 

Igualmente ha sucedido con la lengua de Andalucía. Aunque en tiempos pretéritos se la llegó a tildar de dialecto, al presente no existe. Pero no habla­mos de una forma de tratarla exclusiva de los momentos actuales, siglos llevan intentando convertirla en una forma de expresarse con escaso prestigio social, propia de personas faltas de educación y con exigua instrucción escolar: la lengua del humor y la zafiedad. Algo que casi se ha conseguido en los últimos cien años, apoyándose en los nuevos medios de comunicación, básicamente la radio y la televisión. Aquí el axioma es inapelable: la lengua andaluza no existe y si existe, la ridiculizamos hasta el extremo.

 

Sin embargo, a pesar de todo, nuestra lengua está viva. La hablan cada día millones de personas, usándola para comunicarse, para expresar sus pe­nas, sus alegrías, sus esperanzas, sus desengaños, sus amores, sus desen­cuentros, sus pros, sus contras… sus escasos gozos y sus muchas tristezas. ¿Cómo no va a existir una lengua si la hablaban mis abuelos, la hablo yo y la hablarán mis nietos?

 

La historia

 

Según nos dicen, el idioma oficial impuesto actualmente en Andalucía –el castellano o español– es una lengua romance, derivada del latín, que nació a comienzos del siglo XI en algunos monasterios situados en la parte norte de Brugos y La Rioja, una de las zonas menos romanizadas de la península Ibérica.

 

Las primeras referencias encontradas fueron unas anotaciones reali­zadas por un religioso del monasterio de San Millán de la Cogolla en los márgenes de unos textos latinos conocidos como las “glosas emilianenses”. Y como el templo se encontraba al norte de la península Ibérica, se llegó a la conclusión de que la lengua romance oficial del Estado español nació en dicho territorio.

 

Pero está demostrado, aquí no existe controversia alguna, que dicho monasterio, desde sus comienzos hasta muchos siglos después, tuvo una presencia notable de monjes mozárabes, quienes llevaron allí su arquitectura, sus conocimientos, sus utensilios e instrumentos, sus libros y, por lógica, su lengua.  

 

¿De qué lengua se trataba? Llamamos mozárabes a los habitantes de al-Andalus de religión cristiana, que convivían con los de religión musulmana o hebrea. Y tenemos conocimiento de que en dicho territorio se comunicaban desde mucho tiempo atrás mediante una lengua romance derivada del latín, encontrada a mediados del pasado siglo en unas poesías llamadas moaxajas, con unas vueltas o estribillos conocidos como jarchas, en documentos nota­riales y en diferentes escritos científicos, con mucha más claridad e intencio­nalidad divulgadora que los supuestos textos castellanos y bastantes de ellos en fechas muy anteriores a las glosas emilianenses. A este idioma romance de al-Andalus se le denomina oficialmente como mozárabe (como si la lengua natural de un pueblo estuviera vinculada a su religión) y, de forma más acertada, lengua romance an­dalusí. La modalidad lingüística derivada del latín, hablada por cristianos, musulmanes y judíos, y que durante los ochocientos años de islamización convivió en Andalucía con el hebreo y el árabe.

 

No obstante, nos parece tan poco acertado y de escasa seriedad inves­tigadora asegurar que el andaluz y el mozárabe son la misma lengua, o que la una proviene exclusivamente de la otra, como enfatizar, sin derecho a réplica, que este idioma desapareció durante los siglos de al-Andalus, sin quedar ningún rastro de él. Y a continuación certificar, de forma taxativa, que la lengua romance hablada actualmente en Andalucía proviene, únicamente, de la que los conquistadores cristianos del norte y centro de la península Ibérica trajeron a al-Andalus cuando fue invadido en 1212, difundiéndose paulatinamente hasta su total imposición en 1492.

 

Esta teoría oficial –bastante ilógica ya que está demostrado que las len­guas de todo el mundo, aún en el caso de su desaparición por la fuerza, dejan un poso difícil de destruir– se encuentra implantada en la educación escolar, en la Universidad y en el discurso de lingüistas, filólogos y docentes, sin discusión alguna.

 

Sin embargo, una explicación más razonada nos lleva a deducir que si la práctica totalidad de los pueblos europeos, entre ellos los de la península Ibérica, han sabido derivar su actual idioma a partir de la forma en que se comunicaban sus primitivos habitantes, el pueblo con una civilización más antigua, al que ya Estrabón en el siglo I señalaba como “los más sabios de los Íberos, pues no solo utilizan la escritura sino que poseen crónicas y poemas de antigua tradición y leyes versificadas de seis mil años”, por lógica, también habrán sabido atesorar un remanente de sus lenguas históricas en el idioma que ha llegado a los tiempos modernos.

 

De igual manera, podemos comprobar cómo diversos estudios sobre nuestra lengua, cada vez más precisos y comprometidos, nos demuestran que muchas de las características fonológicas del andaluz –no solamente las palabras sino los giros lingüísticos, la conformación de las frases o nuestras locuciones y expresiones– vienen determinadas por el sustrato de la gran población de origen andalusí que, una vez finalizada la conquista, y a pesar de las diferentes órdenes de deportación al exilio, continuaron viviendo en el territorio andaluz, imprimiendo su carácter e idiosincrasia en las relaciones humanas y en la forma de comunicarse.

 

Por ello, debemos colegir ­–aún en contra de la opi­nión generalizada de los expertos– que el andaluz es una lengua propia y dife­rente, herencia de La Bética y de al-Andalus. Una lengua romance que nació en el lugar más latini­zado y más arabizado de la península Ibérica. Es lo lógico, lo ilógico, lo extra­ño, es que una lengua derivada del latín surja en el lugar donde menos influyó la romanización. Igualmente, es razonado deducir que la lengua romance andaluza fue llevada al norte durante siglos por los exiliados andalusíes, asumi­da por los conquistadores castellanos y convertida en el idio­ma de referencia y poder.

 

Después de tantos siglos, aquellos primeros balbuceos en una lengua romance han devenido en el idioma que hablamos actualmente. Tanto en el norte como en el sur. Aunque existiendo una diferencia notable entre unos y otro. Las normas dictadas por la academia oficial van alterando el habla, y fundamentalmente la escritura, por lo que no creemos que un académico de la recién fundada Real Academia Española, en 1714, pudiera escribir correctamente en el actual idioma del Estado español, ni entenderlo fácilmente.

 

Han pasado trescientos escasos años y los cambios han sido notables, aunque ahora la lengua del Estado se encuentre anquilosada a causa de los corsés oficialistas. Sin embargo, continúa su desarrollo en Andalucía, de forma natural al no existir alteraciones adulteradas, por lo que el andaluz se separa cada vez más del tronco común. 

 

El presente

 

Parece fuera de toda duda que actualmente el andaluz mantiene unas características propias y específicas que necesitan urgentemente una defini­ción y un desarrollo.

 

Si bien, han de tenerse muy en cuenta, aunque sea muy difícil cumplirlas en su totalidad, las recomendaciones que nos hicieron, tanto Marco Fabio Quintiliano, retórico y pedagogo hispano romano del siglo I d.C., como Elio Antonio de Nebrija, humanista y pedagogo andaluz del siglo XV: “tenemos que escribir como pronunciamos y pronunciar como escribimos”.  

 

E, igualmente, también parece evidente su defensa, investigación y per­feccionamiento para luchar contra el uso oficial del andaluz como lengua sin prestigio, dándole carácter denigrante y deshonroso, y utilizándola como ariete para combatir un presunto resurgir del mortecino pueblo andaluz.

 

Por eso, para poder subsistir como pueblo, para poder mantener nuestra dignidad como personas, para poder transmitir a nuestros herederos la forma en que se manifestaron nuestros antepasados –algo a lo que la historia y el deber nos obligan– se hace necesario proteger esa particular manera de hablar que nos permite comunicarnos de una forma diferente al resto de la península Ibérica.

 

Y no vemos mejor idea para salvaguardar este patrimonio que elaborar una gramática y un diccionario que hagan posible normalizar en el habla y la escritura aquello que el pueblo andaluz ha hecho normal en su vida cotidiana desde muchos siglos atrás.

 

¡Al trabajo!

 

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